sábado, 5 de junio de 2021

La vida no vale la pena: hay que hacer que lo valga

La renuncia a la vida cobra sentido como protesta frente a un sistema que alterna el rechazo y abandono con un trato dañino, más aún cuando la respuesta a todo el daño pasa por dar otra oportunidad al sistema hasta encontrarse con un profesional de oro que por conocimiento, recursos y tiempo logre dar una atención digna; una aguja en un pajar o un golpe de suerte.

Intentar convencer de que la vida vale la pena y que ya vendrán tiempos mejores a quien ha sufrido por partida doble de manera reiterada -por la(s) causa(s) del daño inicial y la falta de atención- resulta sumamente invalidante si no se acompaña de la toma de medidas necesarias para transformar en la realidad de esa persona que la vida valga la pena.

No solamente fallan los recursos a nivel de salud mental, falla la sociedad en su conjunto; reducirlo a un asunto individual genera más dolor y desesperanza. El daño inicial se gesta en la pobreza, en el machismo, en una sociedad tecnológica de ideales inalcanzables, en la exigencia educativa que carga de deberes a los niños y no les deja ser, en una sociedad que carece de soporte adecuado para aquellos niños de familias que no pueden ser, una sociedad que prioriza beber unas cañas en un bar cerrado a medianoche antes que abrir los parques y discrimina con falsas medidas de integración a todo aquel que se atreva a ser diferentes (dificultades de aprendizaje, TEA, AACC, experiencias psicóticas, ...), una sociedad individualista atroz que, en resumen, busca generar ciudadanos perfectos que lo sean por, para y desde sí mismo.

Los llamados tiempos mejores deben construirse; la sociedad ha fallado, falla y seguirá fallando a un número nada despreciable de personas. Primero, existe la necesidad de admitir el abandono social, todo aquello que se ha hecho mal; segundo, proveer de los recursos necesarios para mejorar la situación, tanto a nivel socioeconómico con medidas sociales como a nivel de salud mental comunitaria para reparar el daño; tercero, apostar por la prevención primaria, de poco vale aumentar recursos sociales y terapéuticos para aquellos ya dañados si no se invierte en prevenir lo prevenible.